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Dos años sin Prince




En la Declaración Universal de los Derechos Humanos debería quedar sentado que nadie debe soportar las exigencias de un déspota que insiste en hacerse llamar como un ícono impronunciable y persigue a todos y cada uno de los ciudadanos que suben sus canciones a la red. Pero no dice nada sobre eso. Seguramente porque existió Prince Roger Nelson: El Artista Antes Conocido Como Prince. El signo que es amor y es paz y es hombre y es mujer. El geniecillo de Minneapolis. Sí, el mundo está en deuda con Minnesota. Le debemos a Bob Dylan y le debemos a Prince. Una deuda, por cierto, impagable.

Como Stevie Wonder, Prince fue un joven prodigio. Una usina autosuficiente (tocaba todo, producía, componía, bailaba, cantaba) que firmó su primer contrato major con solo 17 años y, para cuando llegó a los 21, ya vendía discos de platino. La edición de Dirty Mind (1980), por decirlo así, los mandó a jubilar a todos. Prince levantó las manos y, alrededor de su modesto metro sesenta de estatura, puso a orbitar tanto la estela cósmica de la música afronorteamericana (funk, R&B, soul) como los planetas del pop (rock, psicodelia, new wave).

Ataviado con impermeable y un riguroso slip negro, Prince se reveló abiertamente como un fauno.
Un tipo que, como David Bowie, subvertía la idea del varón y era capaz de empatizar con los arcanos del deseo femenino. A diferencia de buena parte de sus predecesores y contemporáneos que escondían sus alusiones al sexo o las drogas en alegorías más o menos truchas ("está hablando del faso", diría el personaje de Capusotto), su falsete no ponía el sexo en el orden de los subtextos. Acaso porque, de alguna manera, no era el punctum. Para Prince el sexo era, parafraseando a Enrique Iglesias, una experiencia religiosa.

Su backing band, en ese sentido, era un concentrado de la viña del señor. Un sexteto donde, como aconsejaba Sly Stone, convivían razas y géneros: Matt Fink (teclados), Wendy Melvoin (guitarra y coros), Lisa Coleman (teclados), Brown Mark (bajo) y Bobby Z (batería). Pronto advirtió que ese ensamble, sometido a un intenso cronograma de cambios y shows, había alcanzado su propio músculo. Su propia entidad. Prince bautizó a la banda como The Revolution y, aunque hasta entonces había grabado sus discos en soledad, la metió en los estudios para registrar las canciones de Purple Rain (1984).

Los cinco singles que drenó el disco y la película colocaron a Prince allá arriba: en el escalón reservado a las estrellas definitivas del pop planetario. Sign O The Times (1987), su disco doble en la tradición social de What's Goin On (Marvin Gaye), Superfly (Curtis Mayfield ) o Innervisions (Stevie Wonder), lo consagró como un clásico. Una música que parecía deslizarse de la línea de flotación de los bajos hacia arriba, como si dejara ese espacio para que completara el oyente. La célebre teoría del iceberg aplicada a un funk post-apocalíptico. Miles Davis se sacó el sombrero. Era oscuro, complejo y minimalista, pero bailable. Era inteligente, pero emocional y compasivo. "Prince seduce a todos porque colma las ilusiones de todos", dijo el hosco Miles, admirado.

La obra de Prince era ecuménica y transversal, pero innegociable. Poco después de la formación de The New Power Generation y su único paso por Buenos Aires (todavía se está discutiendo si aquella noche en el Monumental se asistió a una estafa o al mejor show de la historia de la música en Argentina), comenzó una escalada en sus escarceos con Warner. Para 1993, el sello se vio obligado a enviar a los medios de todo el mundo una gacetilla con un diskette amarillo: el texto señalaba que Prince cambiaba su nombre artístico por un símbolo; el diskette tenía la fuente de ese símbolo.
Poco a poco -primero imperceptible, luego evidente- las cosas se fueron poniendo más extrañas. Por un lado, Prince entraba en periódicas crisis, blindaba su mansión de Paisley Park y se volvía completamente inaccesible. Por otra parte, cuando murió su hijo Boy Gregory (a la semana de su nacimiento) se apareció en el programa de Oprah Winfrey y ofreció un recorrido por la habitación que el niño nunca llegó a usar. En 2001 se convirtió en Testigo de Jehová y su vida pareció desdoblarse: ese tipo intocado por el tiempo era capaz de pasarse cien horas sin dormir y, alguna mañana cualquiera, tocar la puerta de tu casa para charlar sobre la Biblia.

Sus últimos años son una carrera hacia ninguna parte. Prince seguía editando a razón de un disco por año y, a medida que postergaba su operación de caderas, profundizaba su adicción a los opiáceos. Tocaba casi todas las noches y, acompañado por el escritor Dan Piepenbring, trabajaba en unas memorias que se editarán a fines de este año bajo el título The Beautiful Ones.

El 21 de abril de 2016 fue hallado muerto por sus empleados en el ascensor de Paisley Park. Sometido a una autopsia, el cuerpo arrojó muchas dudas y alguna respuesta: una sobredosis accidental de fentanilo había provocado su muerte. Así, mientras se arrojaban flores sobre el cajón vacío y una avalancha de sospechas se cernía sobre su entorno, comenzaron a llegar los homenajes. Stevie Wonder tocó un fragmento de "Purple rain" durante una emotiva entrevista en el magazine matutino de CBS. Bruce Springsteen abrió su concierto en el Barclays Center de Brooklyn con aquel mismo clásico de 1984. En sus conciertos o en las redes sociales, más y más artistas acusaron el impacto: David Gilmour, Beyoncé, Charly García, My Morning Jacket, Katy Perry, Residente, Ronnie Wood, Boy George, Slash, Lenny Kravitz, nuestros Illya Kuryaki y así. El diámetro de los alcanzados siguió creciendo y, finalmente, acabó por revelar una forma: la música de Prince era una esfera.

Fuente: La Nacion

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